La invención de la soledad
Por Paul Auster
Mallarmé le escribió una carta a su amigo Henry Ronjon, donde le hablaba de "la lucha entre la vida y la muerte que está librando nuestro querido hijo…Pero el verdadero dolor es que este pequeño ser podría desaparecer. Confieso que es demasiado para mí; no puedo enfrentarme a esa idea".
A advirtió que fue precisamente aquella idea la que lo indujo a regresar a aquellos textos. El acto de traducirlos no fue un simple ejercicio literario, sino una forma de revivir su propio momento de pánico en la consulta del médico aquel verano: "es demasiado para mí, no puedo enfrentarme a esa idea". Pues había sido entonces, tal como advertiría más tarde, cuando había comprendido el verdadero significado de la paternidad: la vida de su hijo le importaba más que la suya, y si su propia muerte hubiese servido para salvar a su hijo, la habría aceptado sin dudar. Por lo tanto, justo en aquel momento de terror se había convertido, de una vez para siempre, en el padre de su hijo.
Cuando el hijo muere
Por Abel Posse
Quise releer a solas los otros documentos y me levanté a las tres de la mañana mientras S. dormía. Ella los encontró en un cajón de ropa.
Iván los había dejado en desorden, tal vez consideró que no había tiempo para explicaciones. El más terrible era el del 3 de enero:
Me voy a suicidar. Yo soy un privilegiado, me dicen. Pero no quiero saber nada de las malditas responsabilidades de prepararse para el futuro. Un solo instante de opresión o de tristeza echa a perder el sentido de la existencia. Los padres nos meten de cabeza en la educación. Es con la educación que nos hacen la faena de nuestra muerte moral. Maravilla de volver a la tierra. Rehacer el ciclo orgánico sumergiéndose en la maravilla de la no existencia. De la silenciosa y noble nada elevada sobre ese hormiguero febril y vano llamado vida. VIVA LA MUERTE.
CARTA AL PADRE
Por Franz Kafka
Mientras escribía me encontraba relativamente a salvo, sentía un cierto alivio; el rechazo que lógicamente sentiste también enseguida hacia mi escritura, me resultó excepcionalmente bienvenido en este caso. Es cierto que mi vanidad y mi ambición sufrían bajo la forma en que recibías mis libros y que se volvió famosa entre nosotros: ¡Déjalo sobre la mesa de luz!" (por lo general, estabas jugando a las cartas cuando llegaba un libro), pero en el fondo igual me sentía bien de este modo, no sólo por una maldad que se rebelaba, no sólo por la alegría que me causaba confirmar una vez más mi concepción acerca de nuestra relación, sino simplemente porque esa fórmula sonaba en mis oídos como: "Ahora eres libre". Lógicamente se trataba de una ilusión; no era libre o, en el mejor de los casos, aún no lo era. Mi escritura trataba de ti, en ella no hacía más que quejarme de lo que no podía quejarme apoyado en tu pecho.
Patrimonio
Por Philip Roth
Mi padre no era un padre cualquiera, era el padre con todo lo detestable y todo lo digno de amar que hay siempre en un padre.
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Entonces le dije una frase que nunca en mi vida le había dicho:
-Haz lo que te estoy diciendo. Ponte un jersey y los zapatos de andar.
Y la frase funcionó. Yo tengo 55 años, él tiene casi 87, y estamos en 1988: "Haz lo que te estoy diciendo", le digo; y lo hace. Es el fin de una era, el comienzo de otra.
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El sueño me decía -ya que no en mis libros ni en mi vida- al menos en mis sueños yo seguiría siendo para siempre el hijo niño de mi padre, con la conciencia de un hijo niño, y que él seguiría vivo no sólo como padre mío, sino como padre, en permanente juicio de todas mis acciones.
Papá
Por Federico Jeanmaire
El tratado de paz más duradero que suscribí con mi padre tiene que ver con la verdad, sin duda. Tiene que ver, de algún modo, con ese libro gordo de tapas blancas que almacena en su biblioteca y con muchos libros que guardo en la mía muy a pesar del asco o de la bronca que él debía sentir al tropezarse con sus lomos cuando, de visita en mi departamento, pasaba distraído hacia el baño. Un acuerdo tácito que reconocía la imposibilidad del diálogo sobre algunas cuestiones. El diálogo hubiera supuesto un esfuerzo de comprensión para con la postura del otro realmente imposible de darse entre nosotros. Hubiera supuesto escuchar con ganas de entender o con ganas de cambiar al menos alguna de nuestras muchas ideas al respecto de lo que aconteció en el país a lo largo de los años que la historia nos permitió ser contemporáneos. Al volver de Europa, a fines del 83, yo era bastante más adulto que cuando me había ido. Bastante más. Ya no pretendía cambiarlo y sospechaba que para mantener algún tipo de relación con ese hombre, la solución debía pasar por la aceptación mutua de las diferencias.
La carretera
Por Cormac McCarthy
Estuvo mucho rato tratando de dormir. Al cabo se dio la vuelta y miró al hombre. Su rostro a la luz de la pequeña lámpara rayado de negro por la lluvia como un actor dramático de la antigüedad. ¿Puedo preguntarte una cosa?, dijo.
- Naturalmente.
- ¿Nos vamos a morir?
- Algún día. Pero no ahora.
- ¿Y todavía vamos hacia el sur?
- Sí.
- ¿Para no pasar frío?
- Así es.
- Vale.
- ¿Vale qué?
- Nada. Sólo vale.
- Duérmete.
- Vale.
- Voy a apagar la luz. ¿De acuerdo?
- De acuerdo.
- ¿Puedo preguntarte algo?
- Naturalmente.
- ¿Qué harías si yo muriera?
- Si tú murieras yo también querría morirme.
- ¿Para poder estar conmigo?
- Sí. Para poder estar contigo.
- Vale.
Un comunista en calzoncillos
Por Claudia Piñeiro
Ese verano, el verano siguiente a que lo despidieran de su trabajo, mi padre sostuvo la economía familiar vendiendo turboventiladores. Los turboventiladores eran, en aquel entonces, lo más novedoso que se po¬día encontrar para aliviar el calor del conurbano bo-naerense. Y ese verano, el verano de 1976, hizo mucho calor en Buenos Aires y sus alrededores. Nosotros éra¬mos de los que vivían en "sus alrededores". "Gracias a Dios, hace calor", decía mi padre, que no creía en dios alguno. Yo sí, todavía. Por las noches, cuando me acostaba, rezaba para que al día siguiente la tempera¬tura llegara a valores aún más altos. Y pedía que no lloviera; cuando llueve refresca, con mis trece años ya lo sabía. Como también sabía que si hacía calor mi papá vendía muchos "turbos", forma abreviada con la que llamábamos en nuestra casa a esos aparatos. Que si mi papá vendía muchos turbos volvía contento. Y que si él estaba contento, mi casa estaba tranquila.